Octavio César Augusto ha dispuesto el censo de los habitantes del orbe romano. La orden alcanza a todos: desde el más rico al más pobre. En Palestina, ha de hacerse según las usanzas judías: cada uno en su ciudad de origen. Como José era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta (Lc 2, 4-5).
Así, con esta sencillez, el evangelista comienza la narración del acontecimiento
que iba a cambiar la historia de la humanidad. El viaje era largo: unos ciento veinte kilómetros. Cuatro días de camino -si todo transcurría normalmente- en alguna de las caravanas que de Galilea viajaban hacia el sur. María no estaba obligada a realizarlo; era deber del cabeza de familia. Pero ¿cómo dejarla sola, si estaba a punto de dar a luz? Y, sobre todo, ¿cómo no acompañar a José hasta la ciudad donde -según las Escrituras- había de nacer el Mesías? José y María debieron descubrir en aquel extra- ño capricho del lejano emperador la mano del Altísimo, que les guiaba en todos sus pasos.
Era Belén una pequeña aldea. Pero, con ocasión del empadronamiento, había adquirido una animación des- usada. José se dirigió con María al oficial imperial para pagar el tributo e inscribirse con su mujer en el libro de los súbitos del emperador. Luego, comenzó a buscar un lugar donde pasar la noche. La tradición nos lo presenta llamando infructuosamente de puerta en puerta. Al fin acude al khan o mesón público, donde siempre se puede hallar un hueco. No era más que un patio cerrado por muros. En el centro, una cisterna proveía de agua; en torno a ella se acomodaban las bestias de carga y, adosados a la pared, unos cobertizos para los viajeros, cubier- tos de un rudimentario techo. Con frecuencia estaban divididos por tabiques formando compartimentos, donde cada grupo de huéspedes gozaba de cierta independencia.
No era el lugar oportuno para que la Virgen diera a luz. Nos imaginamos el sufrimiento de José, al aproximar- se la hora del parto, por no hallar un sitio adecuado. No había para ellos lugar en el aposento (Lc 2, 7), escribe lacónicamente San Lucas. Alguien, quizá el mismo dueño del khan, debió advertirles que, en las afueras, había cuevas que se utilizaban para albergar al ganado en las noches frías; quizá podrían acomodarse en alguna de ellas, mientras pasaba la aglomeración y se liberaba algún sitio en la ciudad.
La divina Providencia se sirvió de estas circunstancias para mostrar la pobreza y humildad con que el Hijo de Dios había decidido venir a la tierra. Todo un ejemplo para los que le seguirían a través de los siglos, como expli- ca San Pablo: conocéis la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza (2 Cor 8, 9). El Rey de Israel, el Deseado de todas las naciones, el Hijo eterno de Dios, viene al mundo en un lugar propio de animales. Y su Madre se ve obligada a ofrecerle, como pri- mera cuna, un angosto pesebre.
Pero el Omnipotente no quiere que pase totalmente inadvertido este acontecimiento singular. Había unos pastores por aquellos contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno el rebaño durante la noche (Lc 2, 8). Ellos, los últimos de la tierra, gentes trashumantes con los rebaños que cuidaban por cuenta de otros, serán los primeros en recibir el anuncio de ese gran portento: el nacimiento del Mesías prometido.
De improviso, un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de luz. Y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: «No temáis. Mirad que vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo…» (Lc 2, 9-10). Y, tras comunicarles la Buena Nueva, les dio un signo por el que podrían reconocerle: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre (Lc 2, 12). Inmediatamente, ante sus ojos asombrados, se materializó una muchedumbre de ángeles que alababa a Dios diciendo: gloria a Dios en las altu ras y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace (Lc 2, 14). Se pusieron en camino. Quizá toma- ron unos presentes para obsequiar a la madre y al recién nacido. El homenaje fue para María y para José la prueba de que Dios velaba sobre su Hijo. También ellos se llenarían de gozo ante el júbilo ingenuo de aquellas gentes y ponderarían en su corazón cómo el Señor se complace en los pobres y humildes.
Cuando acabó la fiesta, los pastores tornaron al cuidado de sus rebaños, alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto (Lc 2, 20). Al cabo de dos mil años, también a nosotros se nos invita a proclamar las maravi- llas divinas. Un día santo nos ha amanecido; venid, gentes, y adorad al Señor; porque una luz grande ha bajado hoy a la tierra (Misa tercera de Navidad, aclamación antes del Evangelio).
J. A. Loarte
Primer Domingo de Adviento

COMENZAMOS hoy el tiempo de Adviento, unos días de espera porque sabemos que la venida de Jesús Nazareno está cerca. La liturgia de este domingo nos invita a considerar nuestra vida de cara a esta llegada del Señor. Toda nuestra existencia es un tiempo de espera hasta ese gran día en que Jesús Nazareno vendrá para llevarnos junto a sí. Escribe san Pablo en su carta a los Romanos: «Ya es hora de que despertéis del sueño, pues ahora nuestra salvación está más cerca que cuando abrazamos la fe» (Rm 13,11). Dios nos dejó en herencia este mundo nuestro, quiere que nos dediquemos a cuidar a los suyos, nos anima a sembrar el bien en nuestra vida y a nuestro alrededor. Algún día –no sabemos cuándo– volverá el Señor. ¡Qué alegría llevaremos al corazón de Cristo cuando ese día salgamos a su encuentro! Hasta que llegue ese momento deseamos estar vigilantes, porque no sabemos ni el día ni la hora.

 

Este Adviento puede ser una buena ocasión para considerar aquellas tareas que Dios nos encomendó y ver cómo las estamos llevando adelante. Quizá, junto al agradecimiento por tantas alegrías, reconoceremos que hemos dejado de lado ciertos aspectos. Hoy podemos decidirnos a recomenzar en esos puntos, siguiendo el consejo que con frecuencia daba gran santo: «¿Recomenzar? Sí, recomenzar. Yo –me imagino que tú también– recomienzo cada día, cada hora, cada vez que pido perdón y me arrepiento, recomienzo».

 

En el Evangelio de este primer día de Adviento, San Mateo nos dice: «VELAD, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor» (Mt 24,42). Nos puede parecer que esta exhortación de Jesús Nazareno tiene un tono demasiado urgente. Pero, ¿no es esta la verdad? La vida es breve, el tiempo pasa muy rápido y puede suceder que, por el ritmo frenético con el que muchas veces vivimos, queden en un segundo plano algunos aspectos centrales de nuestra existencia. El Señor desea estar con nosotros, que no le olvidemos, y por eso nos llama una y otra vez. La invitación a velar es expresión de ese querer de Dios; es un modo de despertarnos si estuviéramos algo adormecidos. Jesús Nazareno nos invita a saborear nuevamente lo esencial.

 

«Velad». Se trata, en definitiva, de buscar una vida «no al estilo mundano, sino al estilo evangélico: amar a Dios con todo nuestro ser, y amar al prójimo como Jesús Nazareno lo amó, es decir, en el servicio y en el don de sí mismo. La codicia de bienes, el deseo de tener bienes, no satisface al corazón, al contrario, causa más hambre» . 

Jesús Nazareno mismo se nos ofrece como don para alcanzar esa nueva vida. Mientras nos preparamos para el nacimiento del Niño Jesús, podemos considerar estas verdades. 

Este tiempo de Adviento, tiempo de espera, es una oportunidad para abrirnos a ese don y acogerlo de todo corazón. De este modo, saldrá a la luz nuestra mejor versión, el mejor yo de cada uno de nosotros.

 

Nuestra vida es un don de Dios. Durante el Adviento, tiempo de una gracia especial, la Iglesia nos recuerda una y otra vez esta verdad: Dios vale más que otras cosas que asfixian o reducen el amor, cosas que al final duelen y disgustan. «En una sociedad que con frecuencia piensa demasiado en el bienestar, la fe nos ayuda a alzar la mirada y descubrir la verdadera dimensión de la propia existencia. Si somos portadores del Evangelio, nuestro paso por esta tierra será fecundo» . Alzar la mirada; redescubrir la auténtica dimensión de nuestra vida; dejar poso y ser fecundos en nuestro paso por esta tierra. Ese puede ser un buen programa para el Adviento. La conversión es, ante todo, una gracia: es “luz para ver y fuerza para querer”. Deseamos mirar el rostro de Dios para que nos salve. Sabemos que nuestros límites no nos determinan y que, en cambio, nuestro apoyo es la infinita fuerza de Dios. Señor, ponemos en ti nuestra confianza. Necesitamos decírselo, pues Dios es muy respetuoso de nuestra libertad y espera a que le dejemos participar en nuestra vida. Si se lo pedimos, si dejamos en sus manos las tareas más difíciles y nos empeñamos en realizar aquellas que están a nuestro alcance, tenemos la certeza de que él nos dará su luz y su fuerza.

 

Conociendo quién es nuestro Señor y su consejo para que estemos en vela, queremos mantener esa disposición de amor, también cuando en ocasiones el cansancio está presente en nuestras jornadas. Contamos con la presencia de María Santísima de la Amargura: ella supo vivir en vigilante espera los meses de gestación del Señor y sabrá mantenernos despiertos y alegres, recomenzando cada vez que sea necesario, hasta la llegada de nuestro Jesús Nazareno.

Cristo Rey del Universo. 20/11/2022

La señoría de Cristo sobre el universo se conmemora de diversos modos en fiestas del año litúrgico como la Epifanía, la Pascua, la Ascensión. Con la solemnidad de Cristo Rey, instituida en 1925 por el Papa Pío XI en el contexto del avance de la secularización en la sociedad, la Iglesia nos quiere presentar con mayor claridad aún la soberanía de Jesucristo sobre toda la Creación, incluida la historia humana.

El reino de Jesús es, como nos señala la liturgia de la Misa, un Regnum veritátis et vitae; regnum sanctitátis et grátiae; regnum iustítiae, amóris et pacis[1]: verdad, vida, santidad, gracia, justicia, amor, paz. Son los valores que anhela con más fuerza el corazón humano, y a cuya realización podemos contribuir los cristianos. De modo especial, con las obras de misericordia dirigidas a los más pequeños, como se proclama en el evangelio: «tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis»[2].

Sin embargo, Jesús mismo nos advierte: «Mi Reino no es de este mundo»[3]. Su señorío se manifestará en plenitud con su segunda venida, gloriosa, cuando se instauren los nuevos cielos y la nueva tierra, y «toda criatura, libre de la esclavitud del pecado, lo sirva y alabe sin fin»[4] Ahora es el tiempo de la esperanza, de trabajar por su reinado, confiados en que la victoria final es suya.

Jesús es el centro de la historia: no solo la de la humanidad en su totalidad, sino también la de cada persona individualmente. Incluso cuando parece que todo está perdido, siempre cabe dirigirse al Señor, como hizo el bueno ladrón, según nos lo presenta el evangelio en el ciclo C [5] Cuánta paz da el hecho de que, a pesar de nuestro pasado, con el arrepentimiento sincero podemos entrar siempre en el Reino de Dios: «Hoy todos podemos pensar en nuestra historia, nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno tiene también sus equivocaciones, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos tristes. En este día, nos vendrá bien pensar en nuestra historia, y mirar a Jesús, y desde el corazón repetirle a menudo, pero con el corazón, en silencio, cada uno de nosotros: “Acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino. Jesús, acuérdate de mí, porque yo quiero ser bueno, quiero ser buena, pero me falta la fuerza, no puedo: soy pecador, soy pecadora. Pero, acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes acordarte de mí porque tú estás en el centro, tú estás precisamente en tu Reino”»[6] Esa petición de amor se plasma a lo largo del tiempo litúrgico cuando actualizamos en nuestra vida cotidiana lo que se celebra en la Misa. El Sagrado Corazón de Jesús, su Transfiguración, la Exaltación de la Santa Cruz y la solemnidad de Cristo Rey no solo jalonan el año, sino que llenan de contenido los días en que se celebran.

Mons. José Luis Gutiérrez Gómez 

[1] Misal Romano, Prefacio de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo.

[2] Mt 25, 35.

[3] Jn 18, 36.

[4] Misal Romano, Oración colecta de la Misa de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo.

[5] Cfr. Lc 23, 35-43.

[6] Francisco, Homilía, 24-XI-2013